Qué difícil es, a veces, intentar explicar lo obvio en esta realidad que nos toca vivir. Santiago Maldonado desapareció en medio de un operativo de Gendarmería ordenado por el juez Otranto y dirigido por el jefe de gabinete de la ministra Bullrich, Pablo Nocetti. En el operativo hubo disparos por parte de los uniformados, que entraron en el territorio mapuche hasta la orilla del río Chubut, del cual se llevaron al menos un bulto en una bolsa negra. Los mapuches que allí estaban declaran que los gendarmes atraparon, golpearon y se llevaron a Santiago. Sin embargo, la fiscal Silvina Ávila-que es jefa de la esposa del juez, Rafaela Riccono-, el juez Otranto, Nocetti y Patricia Bullrich niegan toda responsabilidad en la desaparición forzada del artesano aunque todo los señala, y son respaldados de manera vergonzante por el gobierno, que no hace nada para desplazarlos sino que los sostiene contra viento y marea.
Esta podrida democracia burguesa le ha hecho creer a millones de seres humanos que es sinónimo de la libertad que ella misma, muchas veces de manera sutil, otras de forma descarada, les niega.
Los “ciudadanos” pueden votar a sus representantes cada 2 años, y en ese acto se ahoga el concepto de “gobierno del pueblo”. Inmediatamente ejercido ese “derecho”, la tan mentada participación ciudadana y la declamada libertad quedan abolidas bajo toneladas de papeles y leyes que sólo sirven para poner límites a los sueños y los anhelos de las masas laboriosas y cuidarle los privilegios a los dueños del poder económico.
La farsa de la burguesía se esparce por el mundo desde hace un par de siglos, desde la revolución industrial, pero sus raíces son mucho más profundas y tienen que ver con la lucha de clases que existe prácticamente desde el inicio de la civilización, desde que la historia es historia humana. Un ejemplo claro es la tan mentada democracia griega que nos han vendido los ideólogos burgueses. En ella, sólo el 10% de la población tenía la condición de “ciudadanos” que podían elegir sus gobernantes y las políticas de Estado: eran todos hombres y patricios. El resto, el 90%, eran esclavos y mujeres que no tenían derechos y eran considerados menos que humanos.
La democracia burguesa no difiere mucho de aquello: menos del 5% de la población son los verdaderos dueños de los medios de producción, de la tierra, del sistema financiero y de la libertad. Habrá otro 10%, sus lacayos privilegiados, que tienen un cómodo nivel de vida. El resto padece de al menos la incertidumbre económica de saber qué será de sus vidas con el devenir del tiempo a mediano o corto plazo.
Las leyes de toda sociedad de clases no hacen más que sostener la estructura que permite a la dominante explotar a sus dominados. A los ciudadanos les hacen creer que pueden elegir todo: representantes, políticas, leyes e incluso aprobar y reformar lo que denominan “carta magna”, la Constitución que los rige. Sin embargo, ninguna ley, ni ninguna Constitución dentro del sistema político burgués, se propondrá nunca modificar el modo de producción burgués, que es el origen de toda la desigualdad. Claro, sería un contrasentido insalvable, pues es el modo de producción la piedra basal del sistema alrededor de la cual se construye toda la arquitectura capitalista. Y allí se terminan la democracia, los derechos y la libertad. Un ciudadano asalariado que ejerce el sufragio y cree que elige algo y a alguien, va luego a su trabajo y debe acatar la dictadura de su patrón, el cual, además de establecer las condiciones laborales, se guarda en los bolsillos la riqueza que aquél genera en forma de plusvalía.
La democracia burguesa, entonces, se manifiesta como una farsa que le ha lavado la cabeza a los dominados para que sostengan el sistema que permite que los exploten.
En ese marco, todos los poderes del sistema se entraman bajo la premisa de cuidar la propiedad privada que surge como consecuencia del modo de producción. Ningún asalariado es realmente “dueño” de lo que considera “su propiedad” en el sistema burgués, pues debe tributar al sostenimiento de ese sistema que lo explota y si no lo hace, perderá lo que cree propio.
En Argentina, como país donde impera el capitalismo y la propiedad privada de la tierra, eso es justamente lo que ocurre. Las leyes sólo sirven para proteger la propiedad de la burguesía industrial, financiera y terrateniente. Por eso cualquier pretensión de encorsetarla por parte de los asalariados o marginados, es considerado como algo fuera de la ley.
Por eso bajo el capitalismo, el trabajador que protesta por las injusticias que el sistema provoca es perseguido y judicializado. Quedarse sin trabajo, o cobrar magros salarios, o trabajar en condiciones indignas, son dramas para el individuo que sólo puede vender su fuerza de trabajo; sin embargo, para el patrón son sólo un trámite más.
Lo mismo ocurre con los campesinos que quieren proteger sus querencias ante el avance del latifundio y las corporaciones agropecuarias o extractivistas. O con los pueblos originarios que pretendan recuperar los territorios que les fueran robados por la colonización y la instauración de los estados modernos.
De todo este análisis surge que mienten aquellos que pretenden generar algún cambio que signifique humanizar una maquinaria que nada tiene de humanismo; que mienten los que quieren hacerles creer a los trabajadores y campesinos que pueden ser felices indefinidamente en el sistema que los explota.
Las cosas no pueden ser de otra manera que como son, en el Estado Burgués.
El caso Maldonado
En semejante estructura que es la organización político-económico-social capitalista, el abordaje de sus poderes fácticos en este caso no debería sorprender a nadie entonces. Los mapuches, como todo pueblo originario, fueron corridos por el avance de los Estados argentino y chileno de uno y otro lado de la cordillera. Aquí, hace menos de 200 años. Aquellos que afirman que “son chilenos” que invaden la Argentina, demuestran su supina ignorancia y repiten funcionalmente la bajada de línea que las clases dominantes pergeñan a favor de sus propios intereses. Da vergüenza ajena tener que explicar que los mapuches, como todo pueblo indígena de este continente, son anteriores a la colonización europea y a la creación de los actuales Estados americanos. Es decir que es absolutamente legítimo su reclamo por los territorios que les han sido usurpados. Y ese derecho, que era no sólo legítimo sino “legal” en los términos de las sociedades precolombinas, se ha transformado en subversivo en el derecho burgués de las actuales sociedades capitalistas usurpadoras y por eso combaten sus vestigios con la pretensión de hacerlo desaparecer. Los aborígenes que aceptan las reglas del sistema son tolerados. Los que no, perseguidos, reprimidos y exterminados. Como desde hace más de 500 años.
En ese marco se produjo la desaparición de Santiago por parte de la gendarmería. El chico se solidarizó con la lucha mapuche y le puso el cuerpo, y eso lo transformó en enemigo del orden social establecido. A los enemigos se los combate en aras del interés de las corporaciones y el latifundio. Por eso siempre es responsabilidad del Estado cualquier consecuencia del accionar de sus fuerzas represivas, porque no son “accidentes” o “excesos” los que generan las injusticias, sino la política misma de defender los intereses de las clases dominantes en detrimento de los de las clases dominadas. Esto se expresa mucho más nítidamente con gobiernos del signo de la Alianza Cambiemos encabezado por el lavador de dinero Mauricio Macri, cuyo discurso siempre fue claro al respecto: de su lado de la mentada “grieta” están los buenos, del otro lado están los malos, los forajidos, los terroristas, los que deben ser reprimidos, aislados y echados de la sociedad. Eso sí, lo dicen con una sonrisa para cuidar las formas. La acción de los medios masivos de comunicación, socios en la defensa de los intereses de las corporaciones con la administración de los CEOs, hacen el resto. Los medios no pueden convencer a todo el mundo, de otra manera el oficialismo no hubiese obtenido sólo el 25% de los votos del padrón electoral en las últimas PASO, pero sí pueden afianzar el núcleo pro-gobierno, generar un clima que favorezca sus políticas y desconcertar a la oposición más radicalizada.
El caso Maldonado ha producido un antes y un después para la administración macrista. Constituye un cabal ejemplo de hasta dónde podría llegar este gobierno si no encontrase la resistencia que gran parte de la sociedad opone a sus políticas y las desenmascara. Y deja en claro cómo los tecnicismos leguleyos que aparentan “equidad” ante los conflictos de clases, se dejan de lado cuando lo que está en juego son los basamentos concretos del poder de los explotadores.
El tratamiento que se le ha dado al caso desde los tres poderes republicanos es escandaloso. Pocas veces quedó tan en claro la intencionalidad política del Estado como en éste.
La desvergüenza deja explícito que para el Poder Judicial la evidencia no existe o no debe considerarse cuando afecta a la clase dominante, a sus propios miembros o a los de los otros poderes. Que no existe la tan mentada igualdad, porque no consideran de la misma manera las declaraciones de los funcionarios -uniformados o civiles - que niegan sus responsabilidades, que las de quienes los acusan. Sobre todo si los denunciantes son indígenas. Los dichos de los mapuches son olímpicamente ignorados por la fiscalía y por el vergonzoso juez de la causa, que insólitamente es juez y parte, ya que Otranto ordenó el operativo que se llevó a Santiago ¿Cómo es posible que un responsable ideológico se investigue a sí mismo?
Otranto actúa, además, como cómplice encubridor del gobierno y la gendarmería. Insólitamente no investiga los indicios más evidentes, sino que, según sus propias palabras, se deja guiar por “sus pareceres”, contra toda norma jurídica. Descaradamente declara ante los medios de comunicación que “su opinión” es que toda la culpa es de los mapuches y deslinda de ella a los funcionarios. Solamente por eso debería ser sometido a juicio político. Toda la investigación entonces, está viciada de escandalosa nulidad. Los rastrillajes tardíos, la manipulación de de los elementos de prueba como los instrumentos, armamento y vehículos de la gendarmería, la negativa por semanas a tomar declaraciones a los gendarmes y directamente no citar a Bullrich y Nocetti, la intimidación a los mapuches, el ninguneo de sus dichos, la falta de respeto al derecho y la integridad de la familia de Santiago, las argucias para tratar de incriminar a la víctima en lugar de a sus victimarios, son parte de una confabulación entre el juez y el gobierno para ocultar la verdad y plantar responsabilidades en quienes no las tienen, para salvar a los que sí tienen las manos y las conciencias manchadas.
Mientras tanto, latifundistas como Benetton tienen asegurados sus privilegios, las corporaciones avanzan en su pretensión de saqueo y los poderes del Estado afirman la impunidad de los funcionarios que les son leales. Es el Estado Burgués en su más acabada expresión.
Sólo el pueblo en las calles puede ponerle coto a semejante desquicio y generar la esperanza de un futuro distinto, donde no existan los atropellos de la repugnante clase que goza de su existencia a costa del sudor ajeno. Sólo por la presión de los instrumentos propios del pueblo trabajador se podrá llegar a la verdad en éste y en todos los casos. Por eso sería de gran importancia conformar una comisión independiente que asuma la investigación de la desaparición de Santiago, sirva de control efectivo al absurdo estatal y evite que el crimen quede impune.
Somos muchos los que seguimos soñando pero no comemos vidrio. Y es por eso que al mismo tiempo que exigimos la aparición con vida del compañero, continuaremos peleando para que los culpables materiales e ideológicos de su desaparición forzada sean castigados como corresponde.
Y ninguna ley burguesa podrá impedirlo.
Gustavo Robles
19-9-17