Por: Luís Alberto Mancilla
Fue a mediados de octubre del año veintiuno cuando los dirigentes de la federación obrera de Río Gallegos llamaron a la huelga porque los terratenientes dueños de las estancias, en su mayoría ingleses, no habían respetado los derechos laborales logrados en la huelga del año anterior. Entonces, los obreros dejaron el trabajo, y se tomaron las estancias. Miles de obreros comenzaron a cabalgar hacia la muerte llevando la solidaridad como bandera y liderados por un puñado de españoles anarquistas.
“Yo tengo un amigo muerto que suele venirme a ver”. Dijo José Martí, por amigos que regresaban a esa amplia casa que es la memoria. Rostros a veces encontrados de improviso, aparecidos al menor descuido, regresando del olvido para visitar a sus amigos. Amigos y parientes muertos apareciendo en sueños a los chilotes que en Santa Cruz, Patagonia Argentina trabajaron en la temporada de esquila de 1921. Ese año a muchos, emboscada y a traición, les llegó la muerte, y los que regresaron, tuvieron muchos, demasiados amigos muertos que vinieron a visitarlos para no dar espacio al olvido. Esos muertos apareciendo fueron los chilotes fusilados del modo más cobarde que se pueda uno imaginar. Esos muertos nunca estuvieron de visita en la memoria, siempre estuvieron en esa casa que se construye cada día, pero el silencio del miedo quiso disfrazar de olvido la muerte encontrada en una guerra que nunca existió.
El ejercito argentino justificó con una guerra los cientos de muertos sin nombre sepultados de apuro en fosas mal cavadas. Con enfrentamientos que nunca sucedieron quisieron justificar la muerte de miles de trabajadores chilotes en la Patagonia Argentina. A veces entre conversaciones de chicha endulzada con miel o de mate compartido en amistad y en familia los ancianos hablaban de los muertos, la cárcel, el hambre, los malos tratos, y entre esos malos recuerdos se les escapaba el nombre de un amigo muerto “afusilado” por los soldados argentinos. Una perversa manera de morir. Si es que existe un modo infame de matar esa fue la muerte que tuvieron los obreros que durante semanas, encerrados en los galpones de las estancias, esperaron ser elegidos por los patrones para las faenas de esquila; pero nadie eligió a esos atorrantes, vagabundos mal vestidos que no eran necesarios, y para tener una patagonia limpia, blanca y argentina nada mejor que matarlos. Nadie preguntaría por ellos ni habría de saber como murieron y también fueron fusilados los delegados de la federación obrera en las estancias, los que defendieron sus derechos, y aquellos que alegaron las injusticias. Sin juicio previo, sin más razón que una despiadada discriminación y por la culpa de buscar en país ajeno lo que el propio les negaba se les condenó a muerte.
Esas muertes eran un mal recuerdo saliendo por las ventanas de la memoria, una pesadilla que oscurecía la conversación; mejor era el silencio. No acordarse de esos malos días porque de nada sirve hablar de la matanza en que terminó la gran huelga de los obreros de las estancias, entre octubre y diciembre de 1921. No se podrán resucitar los muertos y el pesimismo conformista justificaba todo olvido; y esas muertes no tenían el sentido del testimonio de los errores y las injusticias que cíclicamente vuelve a repetir esta sociedad que gira como una rueda, en eterno retorno. Pero la recuperación de la memoria de un pueblo es en el fondo un trabajo de recuperación de la dignidad y la identidad que en estos días de globalización nuestros hijos pierden sin importarles el pasado que construyeron sus abuelos.
Hoy en Chiloé; nada conmemora este acontecimiento trágico y los muertos ya olvidados, no llegan hasta la memoria de parientes o de hijos de esos amigos que alguna vez como un relámpago recordaron cuando juntos cabalgaron por las pampas de la patagonia en comisiones de treinta o cuarenta obreros que llegaban a las estancias llamando a la huelga. Una enorme columna de obreros la mayoría de ellos chilotes, analfabetos, callados y sumisos, que emigraron de sus islas buscando trabajar por un jornal para conseguir el dinero que no existía en este archipiélago donde se sobrevivía en una economía medieval basada en el trueque de mercaderías.
Para el ejercito argentino fue una guerra donde unos pocos oficiales y un montoncito de cincuenta soldados asesinaron sin piedad, por el puro gusto de matar a obreros que siempre se rindieron sin disparar un tiro y sin combatir entregaban sus armas; unos cuantos viejos rifles Winchester y algunas pistolas “smiti weso”, decían los chilotes sobrevivientes.
Fue una mala guerra donde no murió ningún soldado argentino y que en Chiloé por años se ha mantenido en el olvido. Parece es parte de nuestra identidad vivir con una venda en los ojos de la conciencia.
Fue a mediados de octubre del año veintiuno cuando los dirigentes de la federación obrera de Río Gallegos llamaron a la huelga porque los terratenientes dueños de las estancias, en su mayoría ingleses, no habían respetado los derechos laborales logrados en la huelga del año anterior. Entonces, los obreros dejaron el trabajo, y se tomaron las estancias. Miles de obreros comenzaron a cabalgar hacia la muerte llevando la solidaridad como bandera y liderados por un puñado de españoles anarquistas.
“Yo tengo un amigo muerto que suele venirme a ver”. Dijo José Martí, por amigos que regresaban a esa amplia casa que es la memoria. Rostros a veces encontrados de improviso, aparecidos al menor descuido, regresando del olvido para visitar a sus amigos. Amigos y parientes muertos apareciendo en sueños a los chilotes que en Santa Cruz, Patagonia Argentina trabajaron en la temporada de esquila de 1921. Ese año a muchos, emboscada y a traición, les llegó la muerte, y los que regresaron, tuvieron muchos, demasiados amigos muertos que vinieron a visitarlos para no dar espacio al olvido. Esos muertos apareciendo fueron los chilotes fusilados del modo más cobarde que se pueda uno imaginar. Esos muertos nunca estuvieron de visita en la memoria, siempre estuvieron en esa casa que se construye cada día, pero el silencio del miedo quiso disfrazar de olvido la muerte encontrada en una guerra que nunca existió.
El ejercito argentino justificó con una guerra los cientos de muertos sin nombre sepultados de apuro en fosas mal cavadas. Con enfrentamientos que nunca sucedieron quisieron justificar la muerte de miles de trabajadores chilotes en la Patagonia Argentina. A veces entre conversaciones de chicha endulzada con miel o de mate compartido en amistad y en familia los ancianos hablaban de los muertos, la cárcel, el hambre, los malos tratos, y entre esos malos recuerdos se les escapaba el nombre de un amigo muerto “afusilado” por los soldados argentinos. Una perversa manera de morir. Si es que existe un modo infame de matar esa fue la muerte que tuvieron los obreros que durante semanas, encerrados en los galpones de las estancias, esperaron ser elegidos por los patrones para las faenas de esquila; pero nadie eligió a esos atorrantes, vagabundos mal vestidos que no eran necesarios, y para tener una patagonia limpia, blanca y argentina nada mejor que matarlos. Nadie preguntaría por ellos ni habría de saber como murieron y también fueron fusilados los delegados de la federación obrera en las estancias, los que defendieron sus derechos, y aquellos que alegaron las injusticias. Sin juicio previo, sin más razón que una despiadada discriminación y por la culpa de buscar en país ajeno lo que el propio les negaba se les condenó a muerte.
Esas muertes eran un mal recuerdo saliendo por las ventanas de la memoria, una pesadilla que oscurecía la conversación; mejor era el silencio. No acordarse de esos malos días porque de nada sirve hablar de la matanza en que terminó la gran huelga de los obreros de las estancias, entre octubre y diciembre de 1921. No se podrán resucitar los muertos y el pesimismo conformista justificaba todo olvido; y esas muertes no tenían el sentido del testimonio de los errores y las injusticias que cíclicamente vuelve a repetir esta sociedad que gira como una rueda, en eterno retorno. Pero la recuperación de la memoria de un pueblo es en el fondo un trabajo de recuperación de la dignidad y la identidad que en estos días de globalización nuestros hijos pierden sin importarles el pasado que construyeron sus abuelos.
Hoy en Chiloé; nada conmemora este acontecimiento trágico y los muertos ya olvidados, no llegan hasta la memoria de parientes o de hijos de esos amigos que alguna vez como un relámpago recordaron cuando juntos cabalgaron por las pampas de la patagonia en comisiones de treinta o cuarenta obreros que llegaban a las estancias llamando a la huelga. Una enorme columna de obreros la mayoría de ellos chilotes, analfabetos, callados y sumisos, que emigraron de sus islas buscando trabajar por un jornal para conseguir el dinero que no existía en este archipiélago donde se sobrevivía en una economía medieval basada en el trueque de mercaderías.
Para el ejercito argentino fue una guerra donde unos pocos oficiales y un montoncito de cincuenta soldados asesinaron sin piedad, por el puro gusto de matar a obreros que siempre se rindieron sin disparar un tiro y sin combatir entregaban sus armas; unos cuantos viejos rifles Winchester y algunas pistolas “smiti weso”, decían los chilotes sobrevivientes.
Fue una mala guerra donde no murió ningún soldado argentino y que en Chiloé por años se ha mantenido en el olvido. Parece es parte de nuestra identidad vivir con una venda en los ojos de la conciencia.
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