Los muertos de La Cárcova
Silvana Melo - Claudia Rafael (APE)
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A eso de la media tarde fray Gustavo, que vive en el bajo -allí donde las
casitas son de madera o `de lo que hay´- escuchó gritos. `Mire lo que están
pasando por la tele´. Se asomó a la puerta de los vecinos y vio. Supo por las
voces que corrían como riachos que habían matado al Pela. Y que Joaquín estaba
gravísimo, en el quirófano, con tres tiros en la panza. Después supieron que
Mauri también estaba muerto.
Las gentes de a pie, en el corazón de la vieja villa La Cárcova ven cada día
cómo el paso del tren del Ferrocarril Mitre los parte en dos con la larga
hilera de vagones. Cuenta fray Jorge cómo temblequean las casillas de chapa y
cartón y sienten como se les transforma en terremoto la vida por unos cuantos
minutos, mientras desde las ventanillas asoman, curiosos, los hombres y mujeres
que llegan a la gran ciudad desde Tucumán, Córdoba o Rosario. Los vecinos
niegan con voz rotunda que se provoquen los descarrilamientos. Ni el de ayer ni
el de hace seis meses. Que “es mentira que esto pase siempre como dice la
tele”. Pero la policía y los dueños de los trenes dicen que es así. Que tiraron
troncos sobre los rieles. Era justo a la hora en que la gente va al Ceamse,
como parte de su tarea de supervivencia. Son montañas enteras ahí nomás, a la
mano del deseo. Toneladas y más toneladas de desechos industriales, de restos
de comida. Cada tardecita llegan como ejércitos de sin tierra. A bucear entre
los botines de mercadería que puede salvar la comida de la noche o que puede
permitir vender unos cuantos kilos de metal que van arrancando de los restos de
cables y artefactos eléctricos. Es uno de los basurales más extendidos del
conurbano. Asentado en pleno José León Suárez. Allí donde alguna vez, hace ya
casi siete años, se perdieron los rastros de Diego Duarte, con sus 15 años
plenos y sus ojos color café mientras buscaba algo entre los desperdicios para
vender. Cuando un alud de residuos lo sepultó mientras intentaba esconderse del
patrullero debajo de unos cuantos cartones viejos y ajados.
A veces cae una lluvia de buena suerte que dibuja sonrisas y dispara la
adrenalina. Como aquel año, en que cerca de las fiestas, llegó un camión
frigorífico cargado de costillares que fueron tomados por asalto en el basural.
Cuentan que llegan a ser hasta 1500 personas revolviendo en medio del
descarte.
Buscando un pequeño tesoro que sacie aunque sea por un rato tanta indignidad.
Muchos aseguran que el peregrinaje diario al Ceamse es menor desde que se
pusieron en marcha las cooperativas. Que intentaron ser captadas por punteros
que ofrecían `no vayas a trabajar y yo me quedo con una parte de tu salario´.
Sin embargo los controles, dicen los propios vecinos, fueron férreos y en la
resurrección del programa en estos últimos tiempos la mano del puntero quedó
afuera. En la villa se sobrevive con el cartoneo y el cirujeo. Pero desde que
bajaron mucho el cartón y el plástico se buscan otras alternativas. Cuando la
tarde baja los residuos del Ceamse suelen ofrecer alimentos que son vendidos
entre la vecindad. Mayonesa, jugos, leches, yogures todos con la fecha de
vencimiento superadas. Los lácteos, con el sol brutal de los 40 grados, se
convierten en una usina bacteriana peligrosísima.
Muchos no tienen agua y el baño es una utopía. Cada día la municipalidad llega
con tanques a distribuir agua potable, que los pobladores cargan en baldes o
en
bidones y que tiene que alcanzar para pasar el día. Si no, no hay qué tomar. No
hay ni siquiera unas cuantas gotas para higienizarse.
Más allá, un zanjón suele ser la geografía elegida para tirar los autos
chocados. Y como ejércitos de hormigas, van algunos a juntar los autopartes que
se colocan convenientemente a través de los desarmaderos.
La villa nació hace décadas cuando los migrantes paraguayos y del norte
argentino iban llegando a la gran capital convencidos de que dios allí los
atendería de una vez en la vida. En poco tiempo se expandiría hasta duplicarse,
a medida que iban rellenando un bañado que se iría llenando de más y más
casillas. Nadie que viva en la villa de José León Suárez puede hacer una
síntesis. Tan dinámica es la vida, tan caleidoscópica, que nunca su fotografía
de la mañana será igual a la de la tardecita. En el bajo, donde las casas son
`de lo que hay´ casi no existen las casas de alto y hay poco pasillo, según
describen los vecinos. Las calles son de tierra y el sector termina en el
zanjón. En el alto, hay dos calles centrales con pavimento y a los costados se
abren los pasillos entre casas donde abunda más el material. “La vida es
variadísima”, dice Fray Gustavo, uno de los que se niega a la síntesis. Un
sector del barrio es de paraguayos, con códigos de una enorme verticalidad. Un
poco más allá, todo cambia: la vida es
boliviana. “Los pibes son distintos”, dicen. Entonces no es posible decir cómo
es la Cárcova en una definición redonda sin rozar la arbitrariedad.
Los que viven allí respiran en la villa como lo harían en cualquier pueblo.
“Hay tiempos en que se desarman autos a lo loco, otras temporadas en que no
pasa nada”, dicen. Pero no viven la experiencia de la violencia como una
naturalización cotidiana. Fray Gustavo disfruta de una “relación de vecinos”
que no diferencia de otras. Es que “pasa lo que pasa en todos los barrios, pero
se disimula menos porque las paredes son mucho más delgadas” o directamente no
son.
La vida no es fácil. Ser pibe no es fácil. El futuro suele ser un nubarrón
plomizo; en los andenes de la marginación más profunda bandas de policías, de
narcos y desarmadores se llevan a los chicos que suelen ser infantería para el
horror. Son parte de la villa que ayer, cuando el sol empezó a apagarse, se
volvió impenetrable. Por eso Blanca, que se quedó sola porque el marido aparece
de vez en cuando, cada vez que escucha un tiro arrea con todos los críos y los
lleva para adentro. `A mí no me van a tocar los chicos´, dice.
Una vez cada tanto sus vidas quedan marginalmente retratadas en los grandes
medios –esos que los desoyen en su dolor cotidianamente- cuando la tragedia
irrumpe y estalla. Como ayer, cuando a través de las pantallas tantos
descubrían que existía la Cárcova y de pronto intentaban explicar la síntesis
que el propio fray Gustavo, que vive en el bajo, asegura imposible. Es que ésa
es una foto brutal y descarnada de la exclusión. De aquellos que siempre quedan
afuera, caídos, detrás de los muros del florecimiento y de los oropeles del
paraíso sojero. Nada les llega, nunca. Salvo un tren de vez en cuando que
descarrila. Y la visibilidad repentina de las balas, la muerte, las corridas y
las cámaras pretendiendo retratar su vida que no es. Una apretada y congelada
imagen de una vida que jamás nadie ve. Que se revela de pronto cuando el ruido
del vagón ladeado despierta a los que sólo miran las playas atestadas de un
mundo feliz. Y descubren que hay otro país. Ahogado y contuso.
Anoche los tiros seguían escuchándose a las once, a las doce y la comisaría
San Martín Cuarta estaba rodeada por la rabia. Las balas de la policía se
habían cargado al Pela, a Mauricio también y Joaquín estaba al borde, cayéndose
del lado de la muerte. Una vela grande iluminaba los rojos del Gauchito Gil y
la sed de la Difunta. La cumbia rabiosa salía de las entrañas oscuras de la
Cárcova y se mezclaba con las voces confusas de los noticieros que repetían,
una y mil veces, la misma imagen.
Fuente foto: APE
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