Por: Rafael Atuati*
Aunque se suele diferenciar a Brasil de los demás países de Abya Yala/América Latina por predominar en ese país el idioma portugués en lugar del español, y por percibirse allí una mayor influencia de las tradiciones culturales de los distintos pueblos africanos – como en los países caribeños –, el vecino cariñosamente conocido en Argentina como "o mais grande do mundo", comparte con todos los demás países de nuestro continente una historia de colonización, de masacre de sus pueblos originarios, de expropiación de sus riquezas, de violación de sus culturas y de sometimiento a los intereses de las metrópolis europeas.
Algunos historiadores señalan también la diferencia del proceso de independencia nacional brasileño, culminado en 1822, a lo de las demás naciones de la región: en lugar de las feroces batallas contra las fuerzas imperiales protagonizadas por caudillos como Bolívar y San Martín, en Brasil la mal llamada independencia se dio de forma más bien negociada entre las clases dominantes locales, a punto de que el que emitió el grito de independencia fue Don Pedro I, un portugués hijo del rey Don Juan VI, que a partir de entonces se haría reconocer como el Imperador de Brasil. De todos modos, el resultado de estos procesos ya sea en Brasil ya sea en los demás países latinoamericanos fue el mismo: un cambio formal de las elites gobernantes, que preservó en su esencia los fundamentos de la estructura colonial del poder en la que se sustentaba el sistema de producción de la sociedad.
Casi dos siglos después, a fines del año 2002, muchos en Brasil creyeron que la historia, por fin, empezaría a dar un importante giro, con la llegada de un ex obrero y ex sindicalista al poder. Luis Inácio da Silva, más conocido como Lula, fundador del PT, el Partido de los Trabajadores, seguía representando en el imaginario popular los anhelos de toda una clase explotada, que como él en su niñez y juventud, padecía en pleno siglo XXI los flagelos del hambre, la miseria, la discriminación. Como decía el slogan del PT, con la victoria de Lula en las elecciones presidenciales pareciera ser que la esperanza había vencido al miedo en la sociedad brasileña.
Pero ya desde su campaña Lula cuidaba que sus mensajes de ningún modo sonaran desagradables al mercado financiero. En una "carta al pueblo brasileño", escrita en junio de ese año, Lula trataba de tranquilizar a todos los inversores y banqueros que su equipo de gobierno, de ser electo, mantendría una actitud "responsable" en el manejo de la economía. Todos sabían muy bien qué implicaba utilizar ese adjetivo, "responsable": significaba decir que el PT se sometería a las reglas impuestas por el "consenso de Washington", fundamentadas en el paradigma neoliberal, y que no promovería cambios profundos en la estructura político-económica, como sería coherente esperar de un partido supuestamente de izquierda, supuestamente comprometido con la clase trabajadora y cuyo principal líder, el mismo Lula, había proferido las siguientes palabras en el año 1981, en la Primera Convención Nacional del PT:
"Nosotros del PT sabemos que el mundo camina para el socialismo. (…) Los trabajadores son los más explotados en la sociedad actual. Por eso sentimos en carne propia y queremos con todas las fuerzas una sociedad que, como dice nuestro programa, tendrá que ser una sociedad sin explotados ni explotadores."
Dieciséis años más tarde, en 1997, el mismo Lula, en campaña presidencial, vendría a afirmar a una revista semanal que no era ni nunca había sido socialista.
Sin embargo, los movimientos sociales y los partidos de izquierda que conformaban la alianza política encabezada por el PT aún mantenían cierta esperanza de que, una vez calmados los ánimos del mercado y estabilizada la economía del país, Lula apostaría en el capital político de las bases que lo eligieron y promovería los cambios tan esperados por las clases explotadas. Pero esos cambios nunca llegaron, y de a poco los militantes, partidos y organizaciones realmente comprometidas con una transformación social más profunda dejaron de creer en Lula, que por otro lado supo ganar el apoyo de los principales beneficiados de su gestión: los banqueros, los especuladores y los empresarios del agronegocio.
El gobierno de Lula cumplió con la tarea neoliberal como pocos: mantuvo las tasas de intereses brasileñas entre las más altas del mundo, lo que le permitió controlar el déficit fiscal y la inflación – aún a costas de comprometer el crecimiento del PBI y la generación de empleos –, y transformó el país en uno de los más atractivos a la inversión extranjera, particularmente a los capitales de corto plazo. Las ganancias de los bancos en Brasil rompieron récords tras récords, la estructura productiva de la economía brasileña pasó a ser aún más vulnerable, pues se tornó más dependiente de los capitales extranjeros y los valores de las commodities, y los servicios públicos permanecieron sin recibir recursos suficientes del estado.
La gran novedad que trajo Lula a ese escenario fue su programa social divulgado por todo el mundo, el "Hambre Cero", con el cual trataba de darle un aspecto social y progresista a su gobierno. Nada más falso. El religioso dominico Frei Betto, exponente teólogo de la liberación brasileño y defensor de los derechos humanos mundialmente reconocido, quien fue el principal colaborador de Lula en la organización del Hambre Cero a lo largo de los dos primeros años de su gestión, así lo denuncia. Según Frei Betto, el Hambre Cero, inicialmente concebido como un proyecto amplio que se orientaba a promover una inclusión social integral de los sectores más pobres de la población, desde una perspectiva ciudadana fundada en el concepto de soberanía alimentaria, en realidad se redujo a un programa de mero asistencialismo estatal y una excelente herramienta de clientelismo político.
De esa manera, el PT, un partido nacido del fervor de las luchas sindicales, de la resistencia a la dictadura militar, de las comunidades eclesiales de base y de los intelectuales progresistas, pareciera haber encontrado la fórmula perfecta de la dominación de un pueblo: servir a los intereses de los poderosos mientras se entrega una cantidad bien medida de migajas a los miserables, que debe ser lo suficiente para que no se mueran de hambre y al mismo tiempo no se animen a luchar por una vida más digna.
Pero mientras todos no pensaban dos veces en señalar el gran ejemplo de Brasil como país "responsable" y apuntarlo como futura potencia mundial, llega la crisis del capitalismo financiero, golpea la puerta y dictamina: señores, se ha terminado la fiesta.
La Bolsa de San Pablo ya acumula más de un 50% de pérdidas a lo largo de este año; desde que estalló la crisis, el Real se devaluó casi un 60% con relación al dólar, que llegó a valer R$1,55 y ahora (a mediados de octubre) está a más de R$2,30; la baja de los precios de las commodities y la escasez de crédito ya traen dificultades al sector exportador, y en consecuencia, a toda la cadena productiva.
La respuesta del gobierno de Lula sigue el ejemplo de los países centrales del capitalismo: en la tercera semana de octubre anunció un millonario plan de salvataje a los bancos brasileños de 50.000 millones de dólares, y por primera vez desde febrero del 2003, el Banco Central quemó divisas de sus reservas internacionales para contener el precio del dólar, que ya llegaba a casi R$2,50.
Con un discurso parecido a lo del gobierno de Cristina Kirchner, en Brasil el equipo de Lula trata de convencer a todos que la economía del país tiene bases muy sólidas, señalando la importante cantidad de reservas internacionales en caja – poco menos de $205.000 millones de dólares –, y ocultando las vulnerabilidades estructurales de su sistema productivo, fuertemente dependiente de los créditos internacionales.
Así como los demás gobiernos capitalistas, el de Lula va a jugar todas sus fichas para salvar el sistema, lo que implica utilizar los recursos públicos que sean necesarios para preservar los grandes jugadores y, según su lógica, permitir que ellos vuelvan a poner los engranajes en marcha. Pero además, en su carácter de economía emergente, se está esforzando para generar condiciones más atractivas a la inversión extranjera, liberalizando aún más la economía, como lo demuestra la eliminación del impuesto sobre operaciones financieras para la aplicación en el mercado de capitales y operación de préstamos y financiamientos externos. Parece que el PT no sólo no está sacando las lecciones de la crisis, como sigue insistiendo en seguir el camino de la perdición.
Claro está que todo eso tiene un costo político que tarde o temprano se va a empezar a sentir, particularmente cuando ya se vuelva muy riesgoso al estado brasileño utilizar ciertas cantidades de sus reservas internacionales para amortecer los efectos de la crisis. En Brasil, como en todos los demás países del mundo que sigan insistiendo en darle al paciente el mismo remedio que lo enfermó de muerte, la conflictividad social se va a agudizar y los ejemplos de resistencia de las clases explotadas que logren organizarse serán de fundamental importancia para la construcción de una salida alternativa.
* sociólogo brasileño, especialista en Estudios Latinoamericanos.
Columnista de Asambleas en Radio. Lunes, 17 - 18h, por Cadena ECO, AM 1530.
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